Tenemos la obligación de desarrollar innovaciones que alteren los balances de poder. Que promuevan la reducción de las asimetrías que las personas sufrimos por haber nacido en uno u otro lugar, con unas u otras capacidades.
En los últimos años, el recelo al potencial destructivo de la Inteligencia Artificial (IA) ha despertado de nuevo los temores sobre los posibles alcances apocalípticos de un mundo dominado por la tecnología. Desde las dimisiones de varios gurús tecnológicos por los temores de una IA descontrolada a las llamadas a una regulación desde las propias compañías líderes del sector, la IA ha activado todas las alarmas. Por supuesto, a estas posiciones les han seguido las habituales hordas de intelectuales tecnocachondos que creen a pies juntillas que la tecnología será el camino a la salvación (posiblemente de los propios problemas que esta genere), o de pensadores apocalípticos, en este caso liderados por Yuval Noah Harari, destacando la cercanía del fin del mundo.
Sin embargo, esta discusión oculta un debate mucho más amplio y que se deja escapar en el espectáculo mediático que generan productos como ChatGTP o Bard: qué tipo de tecnología queremos como sociedad y a qué intereses sirve.
El primer paso para generar una innovación social y tecnológica que ponga en el centro a las personas es identificar, y neutralizar, lo que el profesor Eduard Aibar denomina la “ideología de la innovación”. Una visión que restringe el proceso innovador a un determinado tipo de tecnologgías, comúnmente denominadas disruptivas, diseñadas para escalar de forma rápida y masiva, y que busca la generación de beneficios económicos a corto plazo. Esta visión nos aleja de todas aquellas innovaciones que buscan transformaciones sociales y que ponen el foco en la mejora de la calidad de vida de la gente y restringe, sobre todo, la capacidad de emprender innovaciones incrementales que puedan nacer de procesos más colectivos.
Para ello es necesario entender, en primer lugar, que la tecnología no es aséptica ni neutral: distribuye costes y beneficios en función de su concepción, su diseño y su implementación. Históricamente, ha demostrado ser un factor determinante para la generación de desigualdades. Desde la revolución agraria —a la que siguió un proceso de desposesión de la tierra y que acabó por apoyarse en la mano de obra esclava para “escalar” la producción—, pasando por las revoluciones industriales que generaron un entorno urbano de miseria para la mayoría de la población, hasta el ejemplo más cercano con la plataformización de la economía —un modelo que busca la eliminación de la competencia concentrando todas las transacciones de un mercado para imponer un monopolio que le permita ordeñar la vaca (nosotros) hasta que no quede ni gota—.
Históricamente, a estos procesos les han seguido periodos de contestación social que consiguieron redistribuir los beneficios generando un “progreso más inclusivo”. En palabras del economista Daron Acemoglu en su nuevo libro Power and Progress, “la mayor parte del planeta vive hoy mejor que nuestros ancestros, no por la tecnología, sino porque buenos ciudadanos y trabajadores se organizaron, desafiaron las opciones tomadas por las élites y les forzaron a compartir los beneficios de una manera más igual”.